Sotse, un monje tibetano en Bédar

Melanie Lupiáñez
Periodista

A los 12 años quiso ser monje e ingresó en un monasterio budista del Tíbet. Las amenazas del gobierno chino lo obligaron a pedir asilo político en Holanda. Desde que el gigante asiático se anexionara el territorio en 1950 se estima que han sido asesinados casi 800.000 tibetanos. Cuando llegó a Europa el religioso trabajó once años en un restaurante de comida rápida. Apenas había salido del monasterio y se vio en pleno corazón del Barrio Rojo, el vecindario célebre en el mundo por sus escaparates de prostitutas. En aquella tierra se quitó los hábitos, se enamoró de una compatriota y tuvieron una hija, pero la historia no acabó con un fueron felices y comieron perdices. Tenía el corazón roto pero Almería lo encontró. Ahora vive en el monasterio budista de Bédar, su nombre es Sotse.

Sotse, en Bédar / M. L.

La tarde en que conocí a Sotse estaba muy emocionada porque hablaría con una nacionalidad que el INE no había registrado en nuestra provincia. Ojo, que aquí conviven más de 120 culturas. El Tíbet no está reconocido políticamente como país, pero tiene su propio idioma, dinero, cultura y bandera, símbolos que durante siglos han servido para su autodeterminación.

Este monasterio budista almeriense, Namkha Dzong, permanece cerrado al público. Solo abre sus puertas para determinados eventos y si toca la mano adecuada. Había mandado un correo unos meses antes al centro para solicitar una entrevista, pero no obtuve respuesta. Fue Jeanne Henny quien me llevó hasta allí. Mi enlace e intérprete era una directora de ópera con reconocimientos de la reina Isabel II y el gobierno de Hungría por su aportación a la Música. Aquella tarde, rodeada de personajes con tanta vida, me sentía como borriquita que bebe agua junto a hermosos caballos jerezanos, toda privilegiada. Jeanne me esperaba bajo el dintel de la puerta de su casa y, sonriente, sujetaba una tarta de manzana casera que ella misma había preparado. El delicioso olor del pastel invadió mi coche. Por suerte, el templo quedaba cerca y llegamos todas de una pieza, la tarta también.

“Cada uno lleva lo que tiene”, dice mi abuela materna, así que llevé hasta el monasterio una caja de 20 kg llena de pimiento lamuyo y pepino Almería. Mi padre, en su maestría agrícola, me persuadió para que llevara una caja de pimientos de primera categoría, pero yo estaba tan impaciente que no podía perder ni un segundo buscando los mejores frutos entre las plantas. Ni que decir tiene que cuando llegué al centro budista, Luis, el gallego compañero de nuestro protagonista, se puso más que contento. Ante el imponente arco de entrada del monasterio Luis me propuso ser la suministradora oficial de verdura durante los dos retiros que hace al año el centro, pero los 60 km. que nos distancian enfrió el trato.

Luis es un hombre de mediana edad, recoge en una cola su envidiable melena plateada y lleva un pendiente en la oreja. El hombre nos dio la bienvenida, como si todo respondiera a un ritual. Soplaba un leve silbido de viento. El aire ondeaba los banderines de colores colgados sobre la pasarela de piedra gris, la cual da acceso a las instalaciones. Un dibujo de una rueda y dos venados llamó mi atención. Según me explicó Luis, los animales fueron los primeros discípulos de Buda cuando se iluminó. El príncipe hindú no quería impartir enseñanzas, consideraba que este era su propio método de autoconocimiento, hasta que se acercaron los venados y cambiaron su parecer.

Cuando llegamos hasta la puerta de entrada del salón principal nos descalzamos antes de entrar. El gallego abrió la puerta de cristal y dentro de la habitación estaba el tibetano, Sotse. Mis pies se posaron en unas preciosas alfombras asiáticas con motivos de dragones. Todo el lugar estaba detalladamente ornamentado. Había una fuente donde fluía un liviano chorro de agua, destacaban el dorado y el rojo, además de un trono que utilizaba el lama fundador de la comunidad cuando impartía sus enseñanzas. A través de sus dos pareces de solo cristal entre las montañas de sierra de los Filabres se abría paso el pueblo de Mojácar y el mar, la luz del atardecer bañaba la estancia.

Eran dos hombres solos en un centro budista. Le dije a Luis que parecían los protagonistas de Broke back Mountain y el hombre se partió de risa. Sotse es tímido, pero habla con la verdad porque un budista nunca miente, según dijo. El tibetano reconoce que, a pesar de haber pasado un año en un campo de refugiados políticos en Holanda, estaba muy contento de estar en Europa. Era la primera vez que iba a trabajar y ganar su propio dinero. Narraba con total naturalidad su vida en Amsterdam, en esta ciudad se quitó el hábito rojo y azafrán por primera vez desde que era un niño. Quitarse el hábito y vestir ropa de calle le permitió vivir con más normalidad. Jamás ha ahorrado, ni ahorra dinero, invierte todo en ayudar a los demás. Durante más de una década en Holanda llenaba la nevera de su casa, alquilaba una habitación en casa de unos compatriotas y preparaba comida para migrantes que lo necesitaran. Hablaba de lo angustioso que era para muchas personas no poder superar el examen de nacionalidad holandés, es decir, no obtener la nacionalidad.

Sotse tiene pasaporte holandés a día de hoy, llegó al centro de Bédar porque su primo el lama fundador, Rimpoche, le dijo que lo necesitaba por allí. El tibetano dedica el día a día al templo, se ha encargado de fabricar cada mueble que hay en el precioso salón. Los materiales que utiliza son sencillos. Con madera de conglomerado puede hacer maravillas. De vez en cuando bajan al pueblo para comprar comida o materiales. A veces cuando llegan a Mojácar los supermercados están cerrados porque es domingo, cuentan la anécdota entre risas, no les importa perder la noción del tiempo.

Y aquella tarde dejamos de mirar las agujas del reloj, vivimos el presente y comimos tarta de manzana.

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