La política es un servicio público que no puede
convertirse en un argumento de crispación permanente, de enfrentamiento viral o
de división frontal entre personas. Cuando los políticos recurren a la
hipertensión política como estrategia de partido, la tirantez creada
artificialmente empieza a elevar peligrosamente la temperatura social. Y eso
constituye siempre un riesgo de fractura, porque cuando se rebasan ciertos
límites el tránsito de la palabra agresiva a los hechos violentos suele ser muy
breve.
Hace unos días un concejal de Vox del Ayuntamiento
Almería, Martín de los Reyes, fue agredido a la salida de un acto de campaña.
Ese ataque, del que felizmente ya está recuperado, no sólo llenó de consternación
a toda la Corporación Municipal, sino que también alarmó justificadamente al
conjunto de la sociedad almeriense, porque suponía un síntoma grave de una
enfermedad tan seria como la pérdida de los valores y formas de nuestra
democracia.
Es imperativo, por tanto, que el escenario
político vuelva a esos cauces, ya conocidos y practicados, del respeto a la
discrepancia y la tolerancia a la disensión. Los que no piensan o votan como
nosotros no son nuestros enemigos. Nuestros únicos enemigos son el odio y la
violencia que produce la sinrazón. Y lo que toca ahora no es buscar responsables,
sino frenar esta deriva de incierto recorrido en la que llevamos metidos ya
demasiado tiempo, para tratar de evitar así el irreparable desmorone de los
pilares de la convivencia que sustentan a las sociedades democráticas.
Todos los partidos consideran, legítimamente,
que sus posturas o planteamientos son los mejores para la sociedad. Son
diferentes planteamientos o puntos de vista aplicables o no al fin compartido
de hacer lo mejor por nuestra ciudad, por nuestra comunidad o nuestro país. Y
todos están en el derecho de defender sus puntos de vista con plena libertad,
del mismo modo que todos tenemos el derecho de no compartir esos planteamientos
sin responder con violencia verbal y mucho menos con la física.
Los constantes recitales de malos momentos y
desafortunadas intervenciones que estamos viendo en el Congreso de los
Diputados, en los medios de comunicación o en las redes sociales deberían
llevarnos a compartir desde la serenidad una reflexión sobre el destino final
del incremento del odio político. ¿De verdad no hemos aprendido de la Historia
de España cuáles son las consecuencias finales de llevar el enfrentamiento
ideológico a límites impropios de una sociedad civilizada? Si los ciudadanos
ven que los políticos no hacen más que insultarse entre ellos, acabarán
emulando ese comportamiento y trasladarán esa actitud al conjunto de la
sociedad.
Debemos hacer un esfuerzo colectivo por sosegar el nivel de la necesaria discusión de ideas y pareceres. Volvamos a la política que hemos conocido, con más ideas y menos gestualidad. Con más altura de miras y menos mirilla desde la que apuntar al que no piensa como nosotros. Una política sin insultos, sin señalamientos y sin acosos. Una política hecha con respeto, desde el respeto y para el respeto del otro. Porque todos somos el otro de los demás. Y si queremos que por nosotros, pero especialmente por nuestros hijos, el futuro sea un lugar en donde quepa la esperanza común de todos, es hora de detener este alejamiento de lo deseable. Estamos a tiempo.
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