El Ventorro no tiene Instagram ni una Estrella Michelin. Tampoco un sol y ni siquiera ondean en su fachada los reconocimientos de la crítica gastronómica local. Sin embargo, su ticket está a la altura de los Big Gourmand de València. Es un restaurante de producto, caro, donde lo mejor del mercado y la temporada se sirve a una mesa que pide según canta los platos Alfredo Romero, nieto de los fundadores de esta casa de comidas familiar abierta en 1967. Él es el artífice de un local que no se entiende sin su mando a partir de la década de los 90.
En El Ventorro todo el menú está fuera de carta. Todos los precios son a convenir y no se discuten porque es importante no parecer miserable. Como ocurre con su bodega extensa y –también– sobrepreciada, comer en El Ventorro no tiene tanto que ver con el disfrute que va del paladar al estómago, sino con la posibilidad de formar parte del lugar donde suceden las cosas. ¿Qué cosas? Las del vil metal, los negocios y sus artesanos. Una pista: solo da comidas y de lunes a viernes. Otra idea: está en el distrito financiero de la ciudad, a un paso de la bolsa aunque eso en 2024 ya de igual. A un paso del centro del poder local y regional.
Yendo al grano, El Ventorro es territorio de hombres. Empresarios que tuvieron la oportunidad de ser antifranquistas antes de que Franco muriese y que décadas después requieren de un espacio de confianza a la hora de comer. A veces, la confianza se traba como el caldo espeso de unas lentejas guisadas con una parte considerable de grasa, también con una fabada, garbanzos, estofados y alubias. Sí, sí, servidas en el centro de València, porque la capital de la dieta mediterránea, su historia, su huerta admirada en medio mundo y la cultura que ha generado, tampoco se relacionan con su menú. Y hay algo de descalzarse, un olor muy preciso en la memoria de abuelas y casas viejas, capaz de reconectarnos con una idea de confort y complicidad que valen mucho para el público de este local. Al Ventorro se va por confianza y discreción.
Su puerta, a dos pasos del Carrer de la Pau, es tan prudente estéticamente que pasa desapercibida incluso buscándola. Le acompaña un discreto cartel con dos informaciones precisas: casa de comidas –cierto– y el teléfono de reservas. Teléfono fijo, claro, porque El Ventorro no solo no tiene cuenta de Instagram, es que confía únicamente a una línea telefónica fija sus reservas. Y es raro ver sus estancias vacías, porque no requiere ni de community manager ni de número de WhatsApp. Lo que sirve es una suerte de ambiente de camaradería, de seguridad entre comerciantes que son, al fin y al cabo, los que han escrito la historia de València.
En El Ventorro hay reservados y, sobre todo, rincones de luz tenue pero suficiente para que siempre haya alguien con traje a medida acercándose a otra mesa a estrechar la mano. Todo es próximo, pero suficientemente distante. Está recargado de objetos y dominado por una sensación clara de participar de un viaje al pasado. Las vigas de madera, los techos bajos, la escalera de talla excesiva y la colección de aperos de labranza, molino y bodega. Hay cerámicas que reconectan con la cultura local y, entre guisos, chuletillas y chuletones, algo parecido ocurre cuando alguno de los ejecutivos resulta estar a dieta y pide un pescadito fresco. A la espalda, a la sal, al horno, un guiño accidental de patriotismo desde la lonja valenciana.
Un veterano periodista de la ciudad lo llama “la cueva de las conspiraciones”, pero le resta peso al trajín de políticos. Si acaso, más segunda fila (directores generales) que consellers. Más fontanería que arquitectura, supongo. Es el local donde se sucedían las tramas de muchos de los hombres que jamás han aparecido en el sumario de un caso de corrupción, pero que siguen escritas en el libro ‘Mis queridos promotores. Valencia 1940-2011’, del añorado profesor de Economía de la UV Josep Sorribes. La ciudad “construida y destruida” no se puede entender sin ellos, sin la ingente cantidad de capital generada desde los felices 90, desde las costas sin ley y el desarrollismo final, y hasta el crack de 2008. Este restaurante fue y es un espacio natural para dejar fluir sus intereses creados.
Es una mala noticia para El Ventorro que Presidència de la Generalitat admitiera a los medios el lugar exacto de la reunión entre el primero de los valencianos, Carlos Mazón, y la periodista Maribel Vilaplana, el pasado 29 de octubre, el día de la tragedia. Hasta la fecha, el mayor valor de mercado de El Ventorro en la ciudad era estar fuera del foco. Ajeno a los premios, a los influencers, a las guías prestigiadas para comer bien en la ciudad. Era, al menos hasta hoy, un templo de lo secreto entre quienes no requieren de vanidad ni una vida pública exhibida en redes para seguir manejando un tramo importante del capital valenciano. Un restaurante tan sinónimo de la discreción que es raro tener cobertura entre sus muros. ¿Y si el president no la tenía? ¿Alguien ha tenido en cuenta este detalle?
Lo que a otros nos merece la pena tener en cuenta es como en lugares que evocan el siglo XIX y añoran el XX sigue manejándose una forma de mandar anacrónica. El detalle del dónde ocurrió la comida que, presuntamente, provocó que Mazón llegara tarde a su compromiso con una Emergencia inédita, histórica, nos hace temer lo peor: que seguimos en manos de gente que ve el mundo desde un lugar muy antiguo, desincronizado en gran medida con la ciudad que vibra a su manera al otro lado de sus anchos muros de piedra.
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